Hablo en primera persona y partiré por una constatación entre nosotros: en la mayoría de los casos pensar la universidad inmediatamente nos remite a la idea de un conjunto de asuntos de primera atención que lucen imperiosamente desde el sentido común. Cuando comprendemos las cosas inmediatamente desde el sentido común, lo hacemos desde ese estar inauténtico que decide respondiendo irreflexivamente a ideas colectivas instaladas de antemano en nuestro horizonte histórico socio-cultural, diseñando nuestro mundo, operando como el suelo de nuestra situación hermenéutica. Tales ideas corrientes enfocan nuestra mirada hacia ciertos aspectos del asunto en cuestión que se tornan así los únicos aspectos relevantes y gravitantes. En el caso de la universidad, se nos aparece inmediatamente una serie de cuestiones formales –muy importantes, no cabe duda de ello– tales como la organización administrativa y la gestión institucional, los metros cuadrados construidos, los factores y criterios de orden económico, y aparejado a ello la cuestión de la calidad de la educación entregada. Y es curioso observar que cuando pensamos sobre la calidad de la educación en términos de que pasa exclusivamente por cuestiones como las de orden administrativo y de puesta en práctica de un “método” pedagógico en particular, todo lo reducimos a una racionalidad instrumental, calculante.
De lo anterior se desprenden para mí dos consecuencias por de pronto quizás algo descaminadas: la sujeción de la actividad académica a cuestiones esencialmente administrativas y económicas y, por defecto, la perdida de relevancia o cuasi esfumación de lo vital: el sentido que hace a la universidad una universidad. El sentido de la universidad, más que en virtud de los metros cuadrados construidos de infraestructura o del cumplimiento de las formalidades administrativas y curriculares, se constituye en la medida en que sus actores asumen su papel de tales: más que de funcionarios, el de agentes de sentido. Desde mi experiencia como universitario –como estudiante e investigador en la Universidad de Chile y como profesor de la Universidad del Mar– sostengo que ese sentido hay que dejarlo brotar en la práctica, y que estando vivo hace que todo esto de tener una relación con la universidad sea algo especial, que esto de habitarla de uno u otro modo sea más que el mero trámite de ir en busca de un título profesional cumpliendo exigencias curriculares o un mero espacio para una vida social que podríamos encontrar de todas maneras en otros ámbitos de nuestra convivencia social. Para que nuestra vida universitaria sea de verdad especial y genuinamente productiva hay que obrar con entusiasmo e iniciativa, acompañado esto de un profundo respeto, y jugársela y evitar caer en la inercia de no aportar con lo propio por flojera, cuando no en la actitud muy pobre de aportillar los aportes de los demás por envidia y mala conciencia de la propia esterilidad. Hay que jugársela con la voluntad viva como estudiante, como profesor, como administrativo, por una cultura viva de respeto, iniciativa, sensibilidad y buena inteligencia. Propongo a la universidad como un espacio para generar una cultura distinta a partir de lo bueno que sin duda ya hay. Que sea como un pequeño oasis donde prime más el pensamiento y la apertura de horizontes para la sensibilidad que la instalación irreflexiva en el modo acostumbrado de hacer las cosas y considerar nuestros asuntos. Que sea un ambiente de cordialidad, amistad, colaboración y crítica, más que de competencia, vulgar agresividad y conventilleo superficial. Que se pueda disfrutar en ella primordialmente de la calidez humana, y a partir de allí enriquecer el aprendizaje de cada una de nuestras profesiones –si es otro el caso, la universidad se reduce a ser una simple institución politécnica o un mall de los oficios. Cuando se pone así en juego la vida, en un proyecto común como lo es hacer universidad, el mismo valor de la vida en común, el trabajo y el respeto comienza a destellar espontáneamente, tornándose incluso innecesario hablar de los tan manoseados “valores”. Pues dicho sea de paso, es sospechoso que se hable tanto sobre los valores… ello acontece allí donde se extraña el vivir en ellos, y donde la teoría se constituye como simple y vacía habladuría, desde que en cuanto teoría no es más que un triste, aburrido y pálido reflejo especular de lo que podría ser viva praxis.
Por desgracia –la propia de nuestro tiempo, la que nos toca–, en un mundo imperado por la búsqueda de estatus social basado en la imagen exitosa por un lado, y por el pensamiento calculante y formalmente administrativo por otra, se pierde de vista la cuestión del sentido. De ello se sigue que nuestra voluntad en cada caso delega su fuerza originaria y su digna y pensante rectitud al imperio de lo colectivo y a la limitada consideración de lo que se deja ver meramente desde un sentido común petrificado, de carácter fósil. Y digo lo colectivo en el sentido de lo impersonal y coactivo de antemano, de aquello que es de todos pero no es de nadie en especial, y que impera porque sí como lo importante.
He venido hasta ahora hablando del “sentido” de la universidad, de su especificidad, del sentido en que la universidad es algo especial y digno de experimentar. Así he venido hablando, pero aclaro que esto no significa que “la universidad” sea para mí una idea con entidad de por sí, ya que verdaderamente la universidad hay que hacerla diariamente: hacen falta más actos acompañados de fuerza y de propuesta que las acostumbradas y cómodas quejas. La fuerza de nuestro espíritu hace universidad y de allí brota la idea de la misma. Y en ningún caso tal idea de universidad es única, definitiva e inmutable: más bien se desplaza, y se desdobla. De este modo, insisto, veo que la importancia de la universidad no es un asunto puramente teórico: también es un asunto esencialmente práctico, de consistencia ética, estética y hermenéutica. La realidad tal como primeramente se nos presenta no hay por que tomarla como un dato duro: hay que reconocerla, cuestionarla en su sentido, evaluarla y, si es preciso, modificarla; la realidad universitaria hay que crearla en un esfuerzo afirmativo de nuestra propia capacidad de descubrir, proyectar y trabajar. A partir de ello surge la idea de universidad. Pienso, pues, que tal idea hay que generarla a partir de una base efectiva, esto es, sobre la base de la acción compartida y comprendida con propiedad, apropiada por cada uno de nosotros en su sentido, primero como seres humanos, y luego como especialistas o profesionales. No es mi propósito aquí prescribir propuestas concretas para generar un sello particular para nuestra universidad, sino más bien ensayar nuevos enfoques en torno a la cuestión de nuestra convivencia y trabajo conjunto. Pues el catálogo de problemas citado al comienzo viene ya definido y perfilado desde el enfoque o situación hermenéutica en la que estamos instalados: la lógica del desarrollo y la modernización sobre la base del control administrativo y económico de la institución. Ello es muy importante, necesidad básica de toda institución, pero sin duda no es lo esencial en el caso de una universidad. De modo que, en una dimensión más fundamental de lo que significa hacer universidad, sería necesario abrir espacios para diferir y resguardar la necesidad constante de reflexión acerca de lo que está en juego en la universidad como tal. El desarrollo como administración de la complejidad respondiendo al imperativo de eficacia y productividad propio de la modernidad exige no perder tiempo en reflexiones que aparecen como no teniendo una base real o desviando la mirada respecto de lo genuinamente urgente –cosas de filósofos, de “idealistas”, suele decirse acerca de estas reflexiones. Pero justamente lo que aquí está sujeto a crítica es el exceso de abstracción y falta de espíritu inquisitivo y práctico –quiero decir ético y no puramente pragmático. Por ello en nuestra porfía bien intencionada insistimos en preguntar: ¿Qué significa “productividad” en el ámbito universitario? ¿Qué es la “eficacia” en una institución académica? La validación de las formas de pensar y actuar como eficaces o productivas hoy en día se da desde el criterio formal de adecuación a ciertos dispositivos administrativos –rendimiento económico, infraestructura, marketing, coordinación, aplicación y control de procedimientos, etc. Ello determina tendencias a la homogeneización que atraviesan los discursos, las prácticas y las miradas, como si de la diferencia armónica no pudiera reverberar de por sí un sello especial. No obstante la importancia relativa que algunas de esas cosas puedan tener, el sentido y la misión de la universidad son inseparables de la facultad inquisitiva de sus integrantes: pensar lo que está en juego en nuestra actividad universitaria, hacer de esta actividad algo sujeto a cuestionabilidad, actividad libre y genuinamente llevada adelante, marcada amistosamente por el sello de cada uno de los que estamos comprometidos en esto de estar acá.
La identidad de la universidad no es algo dado, nunca lo es –y si se pretende que así es, entonces se trata de una identidad abstracta y umbrosa, sin potencia espiritual efectiva, carente de carne, sangre y nervio. La identidad es siempre el producto delicado de un estar en común, de una convivencia democrática, participativa, responsable y creadora. Esta revista electrónica persigue ser un aporte en esa dirección. El término Contrapunto que da nombre a esta publicación lo extrapolamos de una parte de la teoría musical que estudia la técnica que se utiliza para componer música polifónica mediante el enlace de dos o más melodías -voces, líneas independientes que se escuchan simultáneamente, conformando armonía. Suma de esfuerzos creativos e intelectuales, vertientes de diálogo, eso es lo que buscamos instaurar aquí. Esta instancia se suma a diversos talleres que se realizan en nuestros campus y a la labor que desarrollamos en las aulas diariamente. Están todos invitados con mucho cariño a participar, pero no están invitados como visitas, sino como constructores de este espacio, como dueños de casa. De una casa acogedora en la que todos nos reconozcamos. Aportemos y no seamos meros funcionarios de la universidad –los profesores en función de enseñar y los alumnos en función de aprender, los administrativos en función de administrar–, sino más que eso, seamos agentes del sentido de lo que vivimos: de cómo habitamos, compartimos y concebimos a nuestra especial manera este estar juntos acá. La invitación a pensar y actuar está abierta. Desde que estamos acá, siempre lo ha estado.