lunes, 17 de diciembre de 2007

CHARLES BAUDELAIRE - "Las flores del mal" (extracto de traducción)


Gonzalo Díaz Letelier
Docente de Filosofía, Universidad del Mar Centro-Sur

Preámbulo del traductor

Asumir el desafío de traducir la poesía de Baudelaire es algo problemático. Desde el punto de vista formal, la principal dificultad que se me ha presentado es la de trasladar desde el francés a nuestra lengua la rima consonante de sus poemas; en este aspecto me he decidido por la traslación en rima libre, y cuando me ha sido posible he retenido en alguna medida la rima del original mediante diversos recursos –principalmente la figura de la hipérbaton– que me han permitido algunos acomodos más o menos decorosos, con el objeto de preservar cierta musicalidad, esencial en poesía. Desde el punto de vista del temperamento de la expresión poética, su impronta es fuerte y en esta versión he intentado reproducir un eco de esa fuerza en nuestra lengua materna, evitando recurrir a eufemismo alguno: he preferido la fuerza genuina de Baudelaire a la elegancia artificiosa. En general no me he podido ceñir al original en lo que se refiere al orden de su construcción sintáctica, ni he traducido necesariamente palabra por palabra. Los logros de ésta versión, si es que los hay, son los atisbos de lo que está en juego en el poema original, desde una posición bastante frágil como lo es la del traductor; los errores son completamente míos, y tienen su fuente en esa misma fragilidad y en mi personal descuido. Pero lo asumo aquí con cierta resignación: esencial en el camino del traductor es el errar, el errar en suelo extraño. Lo que aquí presento es parte de mi versión de la sección de "Las Flores del Mal" (Les Fleurs du Mal) del poeta, crítico y traductor francés Charles Baudelaire (1821-1867), llamada "Spleen & Ideal" (Hastío e Ideal), comenzando por la interpelación del poeta al lector.

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Al lector

El errar y la estupidez, el pecado y la ambición,
Ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos,
Y tal como nutren a sus parásitos los mendigos,
Nosotros alimentamos nuestros amables remordimientos.

Nuestros pecados son obstinados, nuestros arrepentimientos cobardes,
Nos hacemos pagar con creces lo confesado,
Y alegremente por el camino cenagoso regresamos,
Creyendo que con vil llanto lavamos todas nuestras suciedades.

Sobre la almohada del mal es Satán Trismegisto
Quien arrulla y arrulla a nuestro espíritu encantado,
Y el rico metal de nuestra voluntad
Es por este sabio químico totalmente vaporizado.

¡Es el Diablo quién dirige los hilos que nos mueven!
En lo repugnante encontramos algo seductor;
Cada día hacia el Infierno descendemos un paso,
Sin horror alguno, a través de tinieblas que apestan.

Tal como besa y muerde un pobre libertino
El seno martirizado de una puta vieja,
Así al pasar robamos un placer clandestino
Y lo exprimimos bien fuerte, como a una naranja añeja.

Apretados, hormigueantes, como un millón de gusanos infectos,
En nuestros cerebros maniobra un poblado de Demonios,
Y cuando respiramos, la Muerte desciende a nuestros pulmones
Cual río invisible, con unos sordos lamentos.

Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio,
No han bordado aún sus caprichosos diseños
En el banal bosquejo de nuestros pobres destinos,
¡Es porque nuestra alma no es lo bastante audaz!

Mas entre los chacales, las panteras y los linces,
Los monos, escorpiones, buitres y serpientes,
Monstruos chillones, aulladores, gruñidores y reptantes
En la infame fauna de nuestros vicios,

¡Uno es más feo, más perverso, más inmundo!
Y aunque no muestre grandes gestos ni profiera grandes gritos,
Nuestra voluntad haría de la tierra un despojo infecto
Y con un bostezo se tragaría el mundo;
¡Es el Hastío! –El ojo cargado de un llanto involuntario,
Soñando cadalsos, fumando su houka.
Lector, tú conoces a ese delicado monstruo,
Hipócrita lector –mi semejante– ¡Hermano mío!

Spleen & Ideal

I. Bendición

Cuando por decreto de poderes supremos,
El Poeta aparece en este mundo hastiado,
Su madre espantada y llena de blasfemias
Crispa sus puños hacia Dios que la escucha con piedad:

“¡Ah, hube de concebir un nudo de víboras,
Antes que alimentar a este escarnio!
¡Maldita sea la noche de placeres efímeros
En que mi vientre concibió mi castigo!

“Pues me has elegido entre todas las mujeres
Para ser la vergüenza de mi triste marido,
Y a este monstruo raquítico que he concebido,
Como si fuera una carta de amor, no puedo arrojarlo a las llamas,

“Haré recaer el odio que me agobia
Sobre el instrumento maldito de tu venganza,
Y exprimiré de tal modo a este árbol miserable,
¡Que no podrá hacer surgir sus botones apestados!”

Ella escupe así la espuma de su odio,
Y, no queriendo comprender los designios eternos,
Prepara ella misma al fondo del Infierno
Las hogueras consagradas para los crímenes maternales.

Mientras tanto, bajo la invisible tutela de un Ángel,
El Niño desheredado se embriaga de sol,
Y en todo lo que él bebe y come
Encuentra la ambrosía y el rojísimo néctar.

Él juega con el viento, conversa con las nubes
Y se emborracha cantando camino de la cruz;
Y el Espíritu que le sigue en su peregrinaje
Llora, al verle alegre como un pájaro del bosque.

Todos aquellos a quienes él quiere amar le observan con recelo;
O bien, enardeciéndose de su tranquilidad,
Buscan el modo de desafiarle,
Y le hacen la prueba de la ferocidad.

En el pan y el vino destinados a su boca
Ellos mezclan cenizas con impuros escupitajos;
Con hipocresía arrojan lo que él toca,
Y se acusan de haber puesto sus pies en sus pasos.

Su mujer va gritando por las plazas públicas:
“Puesto que me encuentra tan bella como para adorarme,
Haré el oficio de los ídolos antiguos,
Y como ellos quiero hacerme adorar;

“Y me saciaré de nardos, incienso y mirra,
De genuflexiones, de carnes y de vinos,
¡Para saber si puedo en un corazón que me admire
Usurpar alegremente los honores divinos!

“Y cuando me harte de esas farsas impías,
Pondré sobre él mi mano frágil y fuerte;
Y mis uñas, parecidas a las uñas de las arpías,
Sabrán abrirse camino hasta su corazón.

“Como de un pajarito que tiembla y palpita,
Arrancaré de su pecho su corazón sangrante,
Y para saciar a mi bestia favorita,
¡Lo arrojaré a la tierra con desdén!”

Hacia el Cielo, donde su ojo ve un trono espléndido,
El Poeta serenamente eleva sus piadosos brazos,
Y los vastos destellos de su lúcido espíritu
Le sustraen el aspecto de las gentes furiosas:

“¡Bendito seas, mi Dios, que concedes el sufrimiento
Como un divino remedio para nuestras impurezas,
Y como la esencia más maravillosa y pura
Que prepara a los fuertes para los santos deleites!

“Sé que le guardas un lugar al Poeta
En las filas bienaventuradas de las santas Legiones,
Y que lo invitas a la fiesta eterna
De Tronos, Virtudes y Dominaciones.

“Sé que el dolor es la única nobleza
Donde no morderán ni la tierra ni los infiernos,
Y que es necesario para tejer mi mística corona
Imponerse sobre los tiempos y los universos.

“Pero las joyas perdidas de la antigua Palmira,
Los metales desconocidos, las perlas del mar,
Por vuestra mano montados, no son suficientes
Para esta bella diadema deslumbrante y clara;
“¡Pues no estará hecha más que de pura luz
Sacada del fuego santo de los rayos primitivos,
Y de la que los ojos mortales, en su pleno esplendor,
No son más que espejos obscurecidos y quejumbrosos!”


II. El albatros

A menudo, para divertirse, los marineros
Atrapan albatros, grandes pájaros de los mares,
Que siguen, como indolentes compañeros de viaje,
A la nave que se desliza sobre los abismos amargos.

Apenas son dispuestos sobre las cubiertas,
Estos reyes del azul, torpes y avergonzados,
Dejan arrastrar lastimosamente sus grandes alas blancas
A sus costados, como remos.

¡Qué torpe e inútil es este viajero alado!
Él, hace poco tan hermoso, ¡Qué ridículo y feo ahora se muestra!
Un marinero fastidia su pico con una pipa,
Otro imita, cojeando, ¡Al minusválido que antes volaba!

El Poeta es parecido al príncipe de las nubes
Que persigue la tempestad y se ríe del arquero;
Pero exiliado sobre el suelo en medio de burlas,
Sus alas de gigante le impiden volar.


III. Elevación

Por sobre estanques y valles,
Por encima de montañas, bosques, nubes y mares,
Más allá del sol, más allá de los éteres,
Más allá de los confines de las esferas consteladas,

Tú, mi espíritu, que te mueves con agilidad,
Y como un buen nadador que se deja hundir en las olas,
Surcas alegremente la profunda inmensidad,
Con una indecible y viril voluptuosidad.

Elévate muy por encima de estos miasmas mórbidos,
Ve a purificarte en el aire de las alturas,
Y bebe, como un puro y divino licor,
El fuego claro que llena los espacios límpidos.

Más allá de los hastíos y las vastas penas
Que con su peso cargan la brumosa existencia,
¡Dichoso aquel que puede con ala vigorosa
Elevarse a través de los campos luminosos y serenos!

Aquel de quien los pensamientos cual alondras,
A través de los cielos matinales emprenden un libre vuelo,
¡Aquel que planea sobre la vida y comprende sin esfuerzo
El lenguaje de las flores y de las cosas mudas!


IV. Los faros

Rubens, río del olvido, jardín de la pereza,
Almohada de carne fresca donde no se puede amar,
Pero donde la vida fluye y se agita sin cesar,
Como el aire en el cielo y el mar en la mar.

Leonardo de Vinci, espejo profundo y sombrío,
Donde ángeles encantadores, con una dulce sonrisa
Cargada de misterio, aparecen a la sombra
De los glaciares y de los pinos que son el límite de su país;

Rembrandt, triste hospital repleto de murmullos,
Y decorado solamente por un gran crucifijo,
Donde la plegaria se desprende a lágrima viva del despojo,
Y un rayo de invierno atraviesa bruscamente;

Miguel Ángel, vago lugar en el que uno ve a Hércules
Mezclarse con Cristos, y arrogarse todos los derechos
De los fantasmas poderosos, que en lo crepúsculos
Rasgarán sus sudarios alargando sus dedos;

Cóleras de boxeador, impudicias de fauno,
Tú que supiste recoger la belleza de los patanes,
Corazón grande, hinchado de orgullo, hombre débil y amarillento,
Puget, melancólico emperador de los forzados;

Watteau, ese carnaval en que ilustres corazones,
Cual mariposas, van errantes resplandeciendo,
Decoraciones frescas y ligeras alumbradas por candelabros arácnidos
Que reflejan la locura del baile arremolinado;

Goya, pesadilla llena de cosas desconocidas,
De fetos que se echan a cocer en medio de los sabbats,
De viejas en el espejo y chiquillas desnudas,
Ajustando bien sus partes bajas para tentar a los demonios;

Delacroix, lago de sangre frecuentado por ángeles malvados,
Sombreado por un bosque de pinos siempre verde,
Donde, bajo un cielo triste, fanfarreas extranjeras
Pasan, como un ahogado suspiro de Weber;

Estas maldiciones, estas blasfemias, estos llantos,
Esos éxtasis, esos gritos, esas lágrimas, esos Te Deum,
Son un eco que se repite a través de mil laberintos;
Esto es, para los corazones mortales, un opio divino.

Es un grito repetido por miles de centinelas,
Un orden retransmitido por mil porta voces;
Es un faro alumbrando sobre mil ciudadelas,
¡Un llamado de cazadores perdidos en los grandes bosques!

Pues en verdad, Señor, no hay mejor testimonio
Que podamos dar de nuestra dignidad
Que este ardiente sollozo que rueda a través de las épocas
¡Viniendo a morir al borde de tu eternidad!


V. La musa venal

Musa de mi corazón, amante de los palacios,
¿Tendrás, cuando Enero llegue con sus Bóreas,
Durante las negras y aburridas noches nevadas,
Un tizón para calentar tus pies morados?

¿Reanimarás entonces tus hombros helados como mármol
Con los rayos nocturnos que atraviesan los postigos?
Sintiendo tu boca seca, tan seca como tu palacio,
¿Recogerás el oro de las azuladas bóvedas?

Te hará falta, para ganar tu pan de cada tarde,
Mover el incensario, como los niños del coro,
Cantando Te Deum aunque no sientas nada o muy poco,

O cual saltimbanqui en ayunas desplegar tus atractivos y destrezas
Y tu reír empapado en lagrimas invisibles,
Para hacer pasar el rato a unos cuantos hombres vulgares.

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