lunes, 17 de diciembre de 2007

Dignidad y límite de la palabra: la traducción como fracaso en un sentido peculiar.


Gonzalo Díaz Letelier
Docente de Filosofía, Universidad del Mar Centro-Sur.


NOTA: Este texto de teoría de la traducción corresponde en lo medular a la conferencia ofrecida por su autor en el ciclo “Literatura, pensamiento y traducción”, que ha tenido lugar en el Goethe Institut de Santiago el 8 de Junio de 2005, y luego ha sido presentado el 3 de Agosto de 2005 en el ciclo “Filosofía, literatura y poesía” realizado en la Embajada de Brasil en Chile y organizado por el Goethe Institut de Santiago y el Centro de Estudios Brasileños de Santiago.



La concepción corriente de la traducción determina a esta actividad como un traspaso de lo escrito en un idioma a otro, para lo cual no haría falta más que el adecuado ‘dominio’ de la lengua extranjera desde la cual se traduce y la paciencia para llevar a cabo una labor que frente a la del autor carecería de originalidad. Pero la experiencia misma de traducir, sobre todo en los ámbitos de la filosofía y la literatura, nos ofrece un panorama mucho más complejo, sobre todo cuando el traductor procede en su tarea no movido por un mero afán de lucro, sino por un auténtico interés en la palabra y su misterio, a la vez que por la inquietud de querer dar lugar en la propia lengua a la experiencia humana modelada originariamente en la lengua del extranjero. Panorama complejo, misterioso e inquietante, pues el traductor es quien se encuentra en una posición ciertamente privilegiada para contemplar en el curso de su actividad el fuego iluminador de la palabra, pero también es quien se ve trágicamente enfrentado a su límite, a su “orilla” y a su oscura apertura a lo inefable, a lo abismal de la experiencia.

En esta ponencia desplegaré brevemente mi tesis acerca de los modelos de traducción para dos niveles escriturales o géneros de discurso: el texto filosófico de cuño clásico, analítico, conceptual y formalizado por una parte, y el texto artístico literario, poético o narrativo, por otra. A su vez, expondré las dificultades de la labor traductiva a la luz de una crítica al alcance del lenguaje respecto de la genuina experiencia que sirviéndose de él busca ser comunicada.

La traducción como traslado de un discurso de una forma de decir a otra es una actividad muy usual entre los seres humanos. Se traduce de una lengua a otra, e incluso dentro de una misma lengua se traduce lo que quiere decir el otro, ya sea por la existencia de variables geográficas o socioculturales, o simplemente para “expresar en mis propias palabras” (tal como yo lo entiendo) lo que el otro dice. En nuestro caso nos limitaremos al problema de la traducción como traslación de discurso de una lengua a otra. De modo muy general, partiré planteando la siguiente tesis en torno al método de traducción para cada uno de los mencionados géneros de discurso. Por una parte, el traductor ha de ceñirse al texto original cuando se trata de textos filosóficos analíticos, centrados en el sentido fijado en la idea –como por ejemplo lo son los escritos de Aristóteles, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger–, reteniendo en cuanto sea posible las singularidades lingüísticas del original en la lengua de arribo, y recurriendo a la paráfrasis sólo cuando fuere necesario; esta postura la fundamento en el carácter complejo, intrincado y riguroso del lenguaje analítico, y principalmente en la suma universalidad de sus términos, que obliga a forzar en alguna medida a la lengua materna del traductor para poder custodiar en ella todas las complexiones de sentido que se alojan en la palabra y que constituyen, por así decirlo, la sedimentación de la experiencia histórica-cultural del ser por parte del pensador traducido en cada caso; esta hospitalidad sería sobre todo necesaria en el dominio de la ontología o ciencia del ser, esfera en la cual ‘se trabaja’ con las nociones más universales, en el nivel más alto de abstracticidad. Por otra parte, en el caso de la traducción de textos artísticos literarios, centrados en la creación de mundo, de modos de experiencia y en la proyección afectiva de la misma, por ser la obra original un escrito más descriptivo, más a ras de la experiencia, por haber en él más proyección afectiva y un espontáneo ímpetu de combinatoria libre de los hechos y de las ideas por parte del espíritu, mi planteamiento es el siguiente: que alejándose lo menos posible del original y cuando fuere estrictamente necesario, el traductor ha de asumir la tarea de crear él mismo a nivel literario para generar en su lengua materna un eco del efecto pasional de la escritura original y no quedarse en una mera traslación insípida atada a la letra.

Toda reflexión acerca de la traducción implica una reflexión acerca de la esencia del lenguaje y su valor. A mi juicio, la dignidad del lenguaje reside en que éste es esencialmente un “deíctico” o “indicador de la experiencia”, y uno de los custodios de la experiencia histórica del ser en general y del mundo social humano en particular. Digo ‘uno de los custodios de la experiencia’, puesto que no es el único ni el fundamental. Heidegger, sin duda uno de los hitos del pensamiento contemporáneo, confiere una cierta preeminencia al lenguaje conceptual en lo que se refiere a la manifestación y custodia de la experiencia del Ser; esto se refleja en su concepción del lenguaje como “la casa del Ser” (das Haus des Seins). Sin embargo, aquel que ha tenido la oportunidad de vivenciar con propiedad otras experiencias –que no son en rigor ni las del filósofo ni las del literato– puede dar cuenta de la posibilidad de que el ser se manifieste intensamente en experiencias no significativas en sentido conceptual. Un amigo mío se preguntaba hace un tiempo: cuando se me manifiesta el sentido del ser en una experiencia no conceptual sino artística, como la música… ¿Qué pasa con el ser? ¿Acaso abandona su propia casa y entra en una que le es ajena? A mi juicio, la manifestación y custodia del ser en su historicidad no es detentada exclusivamente por el lenguaje conceptual judicativo. Si queremos conocer el modo en que el ser históricamente alienta como espíritu de un pueblo determinado, no nos bastará sólo con conocer exhaustivamente su literatura y su filosofía, sino que también nos será necesario conocer otras manifestaciones del ser para tal pueblo, como las que toman cuerpo en todas las ramas de su arte, en su religiosidad y su folklore, así como también en su ciencia y en su técnica. Todo ello constituye dato de su espiritualidad, y su espiritualidad histórica es manifestación de cómo el hombre concreto perteneciente a tal pueblo se las ve con el ser, con su propio ser, en relación con su propia circunstancia.

Pero este carácter esencial del lenguaje que he determinado como la función deíctica de indicar o apuntar hacia la experiencia implica una limitación, en la medida en que por una parte la experiencia genuina o real es un flujo temporalizado al que el lenguaje no accede desde su nivel eidético de manera auténtica, y por otra parte en cuanto se revela entre las diversas lenguas una inconmensurabilidad esencial, dado que cada lengua tiene su particular modo de matizar y fraguar en palabras las ‘cosas’, sobre todo los estados anímicos. Este límite del alcance del lenguaje en relación con la experiencia concreta hace que el lenguaje en general –y la traducción en particular– sea en alguna medida ya siempre un intento fracasado de comunicar la experiencia misma, que persista invariablemente como un mero apuntar que debe ser seguido y complementado por la comprensión y empatía del receptor del discurso en cada caso, complemento que está determinado siempre por las circunstancias psicológicas y sociales correspondientes. Sin embargo, el sentido histórico y una ética de la hospitalidad hacia el otro –podríamos decir, una cierta ‘ética de la comunión’– hacen de esta actividad de la traducción algo imprescindible, necesario e irrenunciable. No podemos evitar lanzarnos a tan abismal tarea como lo es la de atisbar la experiencia otra del extranjero, tarea tantas veces tortuosa y desesperante para quien osa emprenderla.

Comencemos a ver nuestro asunto un poco más detalladamente para irlo perfilando con algo más de nitidez. Hemos dicho que el límite del lenguaje para acceder a la experiencia en sí misma está dado por su mismo carácter eidético. Lo que quiero decir con esto es que el lenguaje desde su abstracción y estabilidad atemporal no nos puede ofrecer el genuino y vivo devenir de la experiencia que intenta ser comunicada. El lenguaje está constituido por actos comunicativos que intentan hacer común la propia experiencia al otro, mediante el empleo de las palabras o signos cuya función es significante. Pero… ¿qué es lo que significa cada una de las palabras que constituyen una lengua? Primariamente una idea, una esencia, es decir, un conjunto de predicados invariables que convienen a una cosa o proceso y que constituyen su concepto –y en el caso de otras partículas lingüísticas como los deícticos en general (adverbios de tiempo, de lugar, preposiciones, etc.), nociones abstractas de relaciones espacio temporales indicadoras de la posición del o los referentes del discurso. La esencia es, por una parte y como se entiende desde antiguo, el qué es de una cosa, lo ‘uno y general’ que hay en ella y que vale para todo y cada uno de sus casos singulares, aquello ‘común’ que conviene a la cosa en cuanto real y en cuanto posible; el qué es queda expuesto en el ‘concepto general’, y es a su vez la figura que da la medida o determina a la cosa en cada caso ‘como’ lo que es. Por expresar esencias, el lenguaje primariamente procede mediante abstracción ideatoria, fijando lo necesario e invariable de la experiencia, renunciando a sus matices accidentales, a su riqueza de determinaciones azarosas y peculiares en cada situación, en cada circunstancia concreta. El lenguaje, entre más abstracto, más ‘claramente’ concibe la experiencia –mejor dicho, más ‘transparentemente’–, pero va a su vez paulatinamente renunciando a ella, a su colorida vivacidad, a todo lo que misteriosamente la toca o le cae. Podríamos estar en este momento tentados de decir que el lenguaje analítico y abstracto empleado habitualmente por el filósofo heredero de la tradición clásica es, por todo lo anterior, de alguna manera un lenguaje “desapasionado”, frío y mecánico. Pero no podemos perder de vista lo siguiente: si bien el filósofo evita dar expresión en su pensamiento a lo accidental que encuentra en la experiencia, y busca fijar ante la mirada sólo lo esencial –lo necesario e invariable que hay en ella–, ello no implica una ausencia de pasión en su cometido, pues la mirada universal y apolínea –lógica, ordenada y luminosa– posee una fuerza seductora muy intensa que compensa de alguna manera esa carencia o desasimiento que implica la renuncia por afán científico-teórico a lo personal de nuestra vivencia, a lo “particularísimamente significativo” que hay en ella para cada uno de nosotros en cada caso.

Retomemos el carácter eidético del lenguaje e hilemos más fino aún abordando el problema desde un punto de vista analítico fenomenológico. Es aquí donde les pido algo de serena paciencia para someter al análisis este fenómeno que es el lenguaje y así conocer sus estratos constitutivos. El lenguaje es una potencia humana y se realiza efectivamente como ‘habla’, actividad en que se expresa la unidad de signo y significación en un proceso cuya finalidad es la comunicación de la propia interioridad. O dicho de otro modo: el lenguaje es la objetivación de la propia vida intencional mediante signos, con el fin de hacerla común –comunicarla– a otra consciencia. Las significaciones universales expresadas por la consciencia surgen a través de sus actos intencionales por “ideación” –esto es, mediante la intuición de las notas esenciales de sus objetos intencionales, ya sean cosas, procesos, sentimientos o nociones matemáticas. El lenguaje es en suma clasificación de la experiencia y expresión de tal clasificación ideal: todo lo que enfrentamos en nuestra experiencia lo abstraemos y lo clasificamos en géneros y especies para hacerlo comunicable a través de un lenguaje articulado por un conjunto de leyes lógicas invariables que fraguan en un sistema gramatical-sintáctico determinado mediante el cual nos referimos a las ‘cosas’. Hablar es, pues, otorgar sentido ideal a los signos sensibles, para exteriorizar mediante ellos nuestras ideaciones o aprehensiones intuitivas de los caracteres universales de los objetos de nuestra experiencia, caracteres que se nos dan por igual a todos los hombres in specie. Al hablar se pone de manifiesto el sentido ideal que el sujeto toma de los correlatos de sus vivencias conscientes, o como lo formularía Husserl, “se exterioriza la logificación que hace nuestra consciencia de sus noemas”. Lo anterior nos permite afirmar que el lenguaje es la actividad que eleva la realidad de la experiencia singular del sujeto a la esfera de la ‘irrealidad’ universal y común a todos: a la esfera del logos. Pero, ¿Qué es lo que quiero decir cuando hablo de la ‘irrealidad’ de lo universal, de lo lógico, de lo conceptual? Ahí puede haber una clave para descubrir el límite del lenguaje para expresar la experiencia real vívida.

La cuestión de los universales es una cuestión antigua en filosofía del lenguaje y en ontología, cuyo asunto es la naturaleza de las significaciones generales. Esta cuestión implica el problema de la distinción y a su vez de las relaciones que hay entre el dominio de lo real y el dominio de lo ideal. Para ello, un camino que me parece adecuado, descubrimiento decisivo de las fenomenologías de Husserl y Heidegger en el siglo XX, es desplegar el problema de los universales en función de la temporalidad de la experiencia. Cuando hablamos de la idea, la idealidad de la idea se nos muestra fundamentalmente en su carácter no-real o irreal. Esta “irrealidad” la pensamos aquí en el sentido de lo “atemporal”: lo que es pero no meramente aquí y ahora, no sujeto y limitado a un lapso del devenir, sino como posibilidad esencial, de modo universal (que se cumple en todo lugar) y necesario (que se cumple en todo momento). Cuando hablamos en cambio de hechos reales o de realidad, estamos apuntando a lo que es temporal, que acaece aquí y ahora y está sujeto en gran medida a la contingencia –esto es, a las posibilidades múltiples y no contradictorias entre sí en el ámbito de la sucesión y la coexistencia, en el dominio de la efectuación que implica el acontecimiento fortuito. Lo anterior conlleva lo siguiente: las “ideas” o significaciones universales no son hechos, y por tanto no son meros “hechos psíquicos” en el sentido de meros pensamientos que tienen lugar en la corriente del tiempo; lo anterior se deduce de que los universales no se reducen a la actividad psíquica real del sujeto, sino que tal actividad subjetiva los aprehende, los piensa y los nombra en sucesos reales de intuición, pensamiento y expresión lingüística. El acto psíquico se da en un momento del tiempo –tiene un comienzo y un final– y la significación universal es ajena al fluir del tiempo, permanece idéntica y puede ser aprehendida en cualquier momento por distintas vivencias intencionales, por ejemplo, el concepto de ‘velocidad’ o la idea de ‘tristeza’. Hablamos usando estos términos y nuestro receptor los entiende, comprende esos conceptos, los aprehende en su universalidad –nuestro receptor no capta sólo la voz fugaz, sino el sentido ideal que a través del signo sonoro se exterioriza por convención. Por consiguiente, las significaciones universales son objetos ideales, atemporales, son especies o esencias fijas –a diferencia de los objetos reales que son individuales, como el árbol que veo en el antejardín de mi casa o este trapecio que dibujo en mi cuaderno, los cuales están sujetos al particular devenir de mi experiencia, del acontecimiento vital temporalizado del que son contenidos o correlatos. Ahora bien, la irrealidad de los universales no implica falta de ser: los universales son irrealmente, en el sentido antes expuesto. Si los universales irreales no fueran, sería imposible la comunicación a través del lenguaje. (Decimos con esto: “las ideas son”… ahora, su estatus ontológico lo dejamos de momento como algo que ha de ser aun suficientemente pensado… pregunta abierta. De momento sólo nos interesa describir analíticamente cómo se relacionan con nuestra vivencia). Los universales irreales son evidentes, objetos ideales de los que tenemos intuición –es decir: visión inmediata. Esto último es lo que Husserl llama visión de esencia (Wesenschau) o intuición categorial (kategoriale Anschauung), y es un hecho cotidiano. La prueba de ello: el hecho del lenguaje, el lenguaje como factum. Cuando alguien piensa un pensamiento y lo comunica a través del lenguaje, por ejemplo, ‘el triángulo equilátero es equiángulo’, está en juego un acto pensante del sujeto, el hecho de que él está efectivamente pensando tal cosa aquí y ahora. Así como lo puede pensar y hablar este sujeto, lo pueden hacer otros muchos. Tenemos que la frase –que habla de un juicio ideal geométrico– puede ser pensada y dicha en incontables ocasiones en que se de tal acto del pensar, tal hecho psíquico que es un acontecimiento real. Todos estos actos en que se piensa esta proposición son diversos entre sí, no son uno sino varios, constituyen una pluralidad de acontecimientos, cada uno de ellos siendo realmente otro respecto de los demás –esto vale para los actos de distintos sujetos y para los actos de un mismo sujeto en diferentes momentos del tiempo. Los actos de los diversos hablantes al expresar el juicio que dimos como ejemplo son diversos, pero tales actos a pesar de su diversidad dicen lo mismo: la idea geométrica de que ‘el triángulo equilátero es equiángulo’ (esto es lo que constituye la significación o sentido de la frase). El decir es diverso, pero lo dicho es una y la misma cosa, algo idéntico y objetivo para quienes comparten un sistema lingüístico. El hecho o acto psíquico es privativo de cada sujeto, pero el universal trasciende y se impone como unidad idéntica a todos los actos individuales. Husserl escribe en el segundo volumen de sus “Investigaciones Lógicas”: “La idealidad de la relación entre la expresión y la significación se revela en seguida, con respecto a los dos miembros, en el hecho de que, cuando preguntamos por la significación de una expresión (en matemáticas por ejemplo, ‘residuo cuadrado’), no entendemos naturalmente por expresión este producto sonoro exteriorizado hic et nunc, la voz fugitiva que jamás retorna idéntica. Entendemos la expresión in specie. La expresión ‘residuo cuadrado’ es idénticamente la misma, pronúnciela quien la pronuncie. Otro tanto puede decirse de la significación, que no es, claro está, la vivencia de dar significación”; y más adelante: “Mi acto de juzgar es una vivencia efímera, que nace y muere. No lo es, empero, lo que dice el enunciado; no lo es este contenido: que las tres alturas de un triángulo se cortan en un punto; este contenido no nace ni muere. Tantas veces como yo –u otro cualquiera– exteriorice con igual sentido ese mismo enunciado, otras tantas se producirá un nuevo juicio. Los actos de juzgar serán en cada caso diferentes. Pero lo que juzgan, lo que el enunciado dice, es siempre lo mismo. Es algo idéntico, en el estricto sentido de las palabras”. Hemos tomado como ejemplo de una unidad ideal de sentido una proposición geométrica que es un juicio universal y necesario, pero también lo son los juicios singulares (‘esta flor es amarilla’), los nombres comunes (‘flor’, ‘amarillo’) e incluso los deícticos o expresiones esencialmente ocasionales (‘yo’, ‘aquí’, ‘esto’, ‘ahora’, etc.). Al pensar y decir estos juicios, nombres y partículas lingüísticas de otra índole, diversos sujetos o uno en diversos momentos, los múltiples posibles matices de la experiencia significativa real no alteran la unidad básica y esencial de su sentido, que es una irrealidad independiente o trascendente respecto del acto que la realiza –esto es, respecto de la vivencia que la piensa actual y efectivamente.

En suma, el hombre como ser consciente y racional encuentra en lo real lo esencial, lo que su inteligencia puede captar en el modo de la abstracción de lo necesario e invariable. Lo que entendemos de las cosas es lo que ellas muestran como su esencia fija, consistente y asible para el pensamiento. Pero lo real, además de mostrar su esencia, muestra la novedad y peculiaridad multicolor del accidente que lo acompaña y que sobrepasa al pensamiento y la palabra: la facticidad se escapa a la palabra, o como lo expresaban los medievales, lo real es “inefable”. Con la realidad y su carácter cambiante y accidental ‘chocamos’, ‘nos topamos’; sólo lo esencial que ella muestra es pensable, inteligible y comunicable a través de la palabra. La realidad, en definitiva, en su facticidad es inapresable conceptualmente. El devenir es como un flujo de magma movedizo que no puede ser atrapado en las redes conceptuales… siempre hay algo que se escurre y se pierde a pesar de nuestras intenciones significativas.

En el caso de la traducción de textos filosóficos analíticos, el lenguaje empleado de por sí es ya asumidamente abstracto, el filósofo resuelve metódicamente asumir cierta distancia para referirse a ‘la experiencia’ a través de una mirada esencialista que renuncia a los vivaces accidentes de ‘su experiencia’ concreta. Muchas veces es preferible en filosofía dejar la elegancia a un lado y recurrir a formulas en algún grado forzosas para trasladar un complejo de sentido de una lengua a otra. En filosofía por lo general es más importante la recta y rigurosa comprensión lógica de los sentidos y su articulación formal, sobre todo cuando se mueve el pensamiento en los dominios más universales de la filosofía, como lo son la ontología o la lógica. Lo anterior en contraste con la importancia que adquiere en la obra literaria el detalle accidental y sorprendente, lo fortuito, y el efecto emocional particular de la experiencia vivida relatada. Esto no significa que estos dominios de la filosofía queden exentos de problemas en lo que se refiere a la traducción de las obras que sobre ellos versan, sino que problemática allí hallamos y muy dura, sobre todo a causa de lo que llamamos la inconmensurabilidad de las lenguas entre sí, que también tiene su raíz en la diversidad de la experiencia –y por tanto de pensamiento y de léxico– que se da entre un pueblo y otro. De momento digamos que en filosofía, si no se puede traducir ceñido a la letra y a la forma, se puede recurrir cuando sea estrictamente necesario a la paráfrasis, con la finalidad de hacer que nuestra lengua hable la del extranjero, es decir, con el objeto de reflejar o dar acogida a lo extraño en nuestra lengua. La paráfrasis consiste en superar la no-correspondencia precisa del alcance del contenido de los conceptos de una lengua a otra mediante la adición de determinaciones limitadoras o ampliadoras cuando no se pueda traducir palabra por palabra, que sería lo deseable en esta esfera. La consecuencia negativa de este método es la pesadez del resultado, su rudeza, su aniquilación de la vida del discurso, de su espontaneidad, pues –como lo expresa Schleiermacher– todos notan que el discurso, en su origen, no pudo salir así del espíritu humano. En rigor, en el resultado de este método no surge el espíritu del original (pese al esfuerzo por mantener exótico el tono de la lengua), y por añadidura se pierde el espíritu de la lengua del traductor, que resulta forzada. Se le hace parir con dolor un hijo ajeno.

Pero aquí debemos proceder con mucho cuidado en nuestro análisis para no caer en reducciones simplificadoras. Primariamente las palabras nos ofrecen abstracciones que podemos intuir, pero en la vivencia significativa concreta matizamos tales abstracciones con los elementos de nuestra propia experiencia. La intuición de la pura forma abstracta del sentido o significado debe ser “llenada” por los contenidos de la propia experiencia. Por lo tanto, con todo lo anteriormente expuesto no se quiere por ningún motivo reducir el lenguaje a su carácter eidético: el lenguaje en el acto no se constituye como un intercambio de abstracciones puras, sino que implica un rico ritual comunicativo situado hermenéuticamente, un juego en el que los vínculos de empatía entre los hablantes –de amistad, filiales, eróticos, etc.–, las referencias al contexto y a los diversos contenidos de la consciencia de los interlocutores, además de sus disposiciones anímicas, van matizando la idea, le van dando un contenido experiencial de pasiones, apreciaciones, etc. Y aquí retomamos el problema del traductor, pero en el ámbito de la literatura, considerando el hecho de que la narración es una actividad lingüística que procede más a ras de la experiencia –a diferencia del discurso filosófico lógicamente organizado como abstracción y puesta en orden deductivo. En el caso del texto literario escrito, que es aquel con el que se las ve el traductor, el juego del acto comunicativo concreto está realmente ausente, o a lo más indicado en las descripciones que componen el mismo relato de la acción, pero nunca con el fulgor y la vivacidad de lo real –salvo que se de la feliz circunstancia del encuentro de la obra de un maestro con un lector que tenga una imaginación tan viva que casi alcance la fuerza de lo real en su reproducción comprensiva del texto y en su identificación con lo que en él acontece. Por ello es importante que un traductor, para no andar dando palos de ciego y poder proceder con más propiedad y certeza, necesariamente, además de dominar la lengua del pueblo extranjero, conozca la historia de ese pueblo y en el mejor de los casos conozca vividamente su cultura y la impronta de su juego comunicativo en el acto concreto de la comunicación en vivo. Por ejemplo, si se conoce la cultura alemana y se ha conversado con algún alemán acerca de la noción que tienen de la luna, del sol y de su carga simbólica, veremos que es muy distinta a la nuestra; se notará en primer lugar, por ejemplo, que en su lengua ellos desde su experiencia determinan al sol con el género femenino (die Sonne) y a la luna con el masculino (der Mond), y que nuestra herencia del simbolismo americano precolombino que asigna al sol, por ejemplo, el rol de padre poderoso de la vida no es algo que en rigor sea propio de su cosmovisión y de la experiencia que la nutre. Entonces, ¿Cómo puede una traducción dar cuenta de todos los matices propios que desde la experiencia y la cultura heredada en el alemán tienen las nociones de estos astros? ¿Cómo se pueden traducir esas diferencias en el texto mismo, y no recurriendo a un molesto aparato de notas a pie de página? Imposible, habría que interpolar una explicación en medio del texto y fracturar así su natural fluir, lo que sería absurdo desde el punto de vista estético e inaceptable considerando un imperativo mínimo de fidelidad. La abstracción, por cierto, nos muestra algo claro pero universal, alejado de la experiencia, transparente, sin nervio, sin carne, sin sangre. No podemos a través del lenguaje mostrar nuestra experiencia en sí misma, sino sólo apuntar hacia ella. Una cosa es ofrecer nuestra experiencia en sí misma a través del lenguaje –pues no cabe duda de que cuando expresamos nuestros sentimientos o nuestros pensamientos mediante palabras ‘ponemos’ en ellas toda nuestra pasión–, pero otra cosa es que el lenguaje sea un medio adecuado para que ella se muestre: necesariamente la palabra comunica abstracciones que deben ser vivificadas por la empatía del receptor. Es como si le diéramos contenido a las palabras al servirnos de ellas para expresar nuestra experiencia, pero este contenido se disolviera en la universalidad de los términos y el receptor tuviera que llevar a cabo una sutil y mágica labor alquímica para recondensar el mensaje e insuflarle el soplo de la vida. Además, nuestros interlocutores o lectores no siempre son hábiles para entendernos bien, no siempre tienen la sutileza, la sensibilidad, el conocimiento previo quizás y sobre todo la disposición empática suficiente para acercarse a nuestras pasiones expresadas por medio del lenguaje. Con ello no quiero decir que el acercamiento entre dos personas en cuanto comunión de interioridades no se dé nunca: no podemos negar que en ocasiones nos basta con una fugaz mirada para darnos cuenta de que algo le ocurre a quien tenemos en frente, sobre todo cuando nos une con esa persona un vínculo fuerte; pero luego le preguntamos qué le pasa, y ya a través del lenguaje necesariamente debemos nuevamente llevar a cabo la reproducción comprensiva mediante la abstracción que nos sirve de canal. El traductor tiene sobre sí mismo la exigencia de ser en ese sentido muy sensible y muy agudo en la comprensión de la experiencia extraña que se encuentra sedimentada en las palabras de la lengua extranjera desde donde traduce, pues él no tiene ante sí la mirada, la intensidad y el gesto real del otro… sino sólo sus palabras.

En literatura, cuando se pueda rescatar el espíritu de la lengua extranjera sin forzar la nuestra, es preciso hacerlo, y cuando no, es necesario acomodar al extranjero a nuestra lengua para hacer familiar lo que resulte demasiado extraño como para dañar el vivaz y natural flujo del relato y retener así el efecto emocional del original. En casos extremos, el traductor puede echar mano del funesto recurso de la imitación o traducción libre, que consiste en asumir la diferencia de las lenguas e intentar hacer una copia aproximada de la ‘impresión’ que produce en el lector el original, sin traducir palabra por palabra. La consecuencia negativa de este método es obviamente que al rescatar la impresión que produce el original, se renuncia a la identidad del original. El resultado es en rigor algo distinto del original, pues se toman los caminos que ofrece la propia lengua materna para lograr aproximadamente el mismo efecto del original extranjero. Este método es funesto, pues no hay duda de que al extranjero siempre es mejor recibirlo como extranjero, para conocerlo tal como es.

Un problema con el que se encuentra el traductor tanto en la literatura como en la filosofía es que las lenguas son cualitativamente y cuantitativamente distintas entre sí: los conceptos difieren en su alcance y en sus matices de sentido o de sentimiento; sus construcciones gramático-sintácticas también son más o menos distintas. Existe por lo tanto una discordancia –o “irracionalidad” (Irrationalität), como gusta denominarle Benjamin– entre una lengua y otra, que se acentúa entre más alejadas están por su ascendencia y por su tiempo de evolución diferenciada. En el dominio del lenguaje, hay palabras que significan cosas visibles o actividades concretas (palabras que nombran realidades externas, de uso corriente en la vida cotidiana), y otras que significan expresión de pensamientos, sentimientos o pasiones (que son de uso más bien en los ámbitos de la ciencia –expresión abstracta o de lo esencial de las cosas– y el arte –expresión viva de experiencias extáticas, o de sentimientos, apreciaciones y fantasías). En el dominio de la praxis predomina el sentido objetivo, toda referencia lingüística es nivelada por la cosa concreta y a la vista de todo el mundo, ahí delante, a la mano; en este ámbito no se presentan las mayores dificultades del traductor. Pero sí se presentan en el dominio del arte y el pensamiento donde predomina el modo de la expresión, donde toda referencia lingüística es matizada por la libertad del espíritu y su original manera de descubrir las cosas. Respecto del proceso a través del cual históricamente se va formando una lengua a partir de la experiencia singular de quienes la detentan, sobre todo en el ámbito de la ciencia y el arte, es decir, en el ámbito de la libertad del espíritu, Schleiermacher lo expone muy lúcidamente descubriendo la doble relación del hombre con su lengua: hay un elemento de determinismo lingüístico por parte del idioma, pero también por parte del hombre hay un ímpetu creador y modelador, transformador o renovador de la lengua. Schleiermacher escribe, refiriéndose al determinismo lingüístico, en su célebre obra “Sobre los diversos métodos de traducción”: “(…) todos estamos en poder de la lengua que hablamos; nosotros y todo nuestro pensamiento somos producto de ella. No podemos pensar con total precisión nada que esté fuera de sus fronteras; la configuración de nuestros conceptos, el modo y los límites de la posibilidad de combinarlos nos están previamente trazados por la lengua en la que hemos nacido y hemos sido educados; nuestro entendimiento y nuestra fantasía están ligados por ella”. Y más adelante sigue, refiriéndose a la libertad modeladora de la lengua: “(…) todo el que piensa libremente, y cuyo espíritu actúa por propio impulso, contribuye también a moldear la lengua. Pues ¿Cómo, sino a través de estos influjos, se habría formado y habría crecido desde su estado primitivo y rudo hasta una más alta perfección en la ciencia y en el arte? En este sentido, es la fuerza viva del individuo la que produce nuevas formas en la materia dúctil de la lengua (…). Cualquier discurso libre y superior (…) pide ser comprendido desde el ánimo del que lo produce, como obra suya, como algo que sólo desde su manera de ser puede surgir precisamente así y ser explicado”. La lengua es así básicamente determinante, pero susceptible de ser moldeada y renovada por la originalidad del escritor. Y la originalidad del escritor tiene su fuente en una experiencia singular y originante, única y novedosa, abridora de nuevos horizontes en el pensar y en el sentir, en el “desocultar”. En consecuencia también en la escritura. En virtud de ello, cada lengua posee su propia intencionalidad, generando así expresiones que es imposible traducir adecuadamente sin recurrir a métodos sucedáneos (pensemos por ejemplo en la dificultad que implica la labor de traducir los antipoemas de Nicanor Parra o la autobiografía en décimas de Violeta Parra al alemán). El traductor debe estar muy consciente de que a través del lenguaje podemos referirnos de muchas maneras a lo mismo (lo exterior ahí delante), pero de una sola manera –propia de cada idioma– a las unidades de sentido espirituales más complejas (producto de una experiencia peculiar e histórica del ser: lo intraducible). Así se torna problemático por ejemplo traducir en Heidegger palabras como Sorge, Dasein, Gelassenheit o Geworfenheit, en Aristóteles palabras como energeia, upokeimenon, eudaimonia o ousia, etc. Los ejemplos son muchos y no viene aquí al caso enumerarlos. La lengua está inextricablemente entretejida con la peculiar experiencia de un pueblo, del pueblo del cual la lengua es el “idioma”, es decir, “lo propio” (no olvidemos que idioV es un adjetivo griego que significa lo ‘propio’ o ‘auténtico’, lo ‘característico’: y es justamente el idioma lo que refleja en gran medida el carácter de un pueblo). El sentido expresado en el lenguaje y el modo en que el lenguaje proyecta sentido es producto del encuentro histórico del hombre con su mundo, consigo mismo en su mundo. Y no en todas partes el hombre se encuentra a sí mismo en el mundo de un modo similar, las experiencias son distintas y el lenguaje refleja esas diferencias. La historicidad del ser, la lejanía y/o la falta de contacto de unos pueblos con otros, la facticidad y temporalidad de la experiencia, el devenir que intenta ser apresado y estabilizado de maneras diversas… he ahí los materiales con los que el hombre ha construido Babel. El traductor alberga una ilusión bastante extraña: liberarnos de los cercos idiomáticos haciendo de pontífice entre lenguas… pero en la esencia del lenguaje se revela que Babel es inexpugnable… oculta y eterna.

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