lunes, 17 de diciembre de 2007

Cuento: "CICLOS"


Santiago Fantóbal
Docente del área de Educación, Universidad del Mar Campus Curicó


El sonido del timbre, seco y fuerte, me distrae de la lectura del diario de la tarde. Estoy solo; debo levantarme a abrir. Sin embargo, una enorme pereza me mantiene fijo en el sillón. Bostezo, con la esperanza de que no vuelvan a tocar. Seguro es un mendigo o un vendedor, me digo. Pero el segundo toque, impertinente en su insistencia, me obliga a despabilarme. Esperaré otro toque, pienso, mientras una mosca zumba en la tibia tarde veraniega.

¡Qué misteriosa es la mente, con sus vericuetos inesperados y oblicuos! El sonido característico del timbrazo me lleva a unos treinta años atrás. Estoy en el living de la casa de mi tío Francisco –que lee La Tercera– con la modorra propia de un día de oficina en el cuerpo, mientras mi tía lo observa curiosamente inquisidora. El tío Francisco es un hombre de cuarenta y cinco años, que se mantiene joven y que goza de un buen pasar gracias a su cargo de Jefe de Tesorería de la capital de la provincia.

Tocan el timbre, y pese al ademán de mi tío, es su mujer la que se levanta presurosa. Noto cierta tensión cuando mi tía entrega una nota a su esposo, quien, aparentando indiferencia, guarda el sobre en el bolsillo de su camisa. Ha de ser de la oficina, dice bostezando despreocupadamente.

El insistente sonido del timbre me vuelve a la realidad, y resignado me levanto caminando por el pasillo hacia la puerta. Pienso que a pesar de mis cuarenta y algo más, camino con más dificultad que tío Francisco a esa edad. Recuerdo que días después de recibir la carta, me citó a su oficina. Parecía indeciso, y noté que hablaba con rodeos. Creí entender que me daría dinero si le servía como correo dentro de la ciudad, pues no confiaba en los carteros oficiales –según dijo– agregando que cualquier cosa se prestaba a chisme en ese pueblo. Contesté que no tendría problemas, feliz también con la idea de recibir algunos pesos.

Aunque me pareció curioso que siempre las cartas fueran para una sola destinataria, no quise indagar más a fondo, sintiéndome algo emocionado por el secreto que según mi tío debería guardar en la casa. Llevaba el sobre, y debía esperar unos minutos, mientras la joven escribía la respuesta, la echaba cuidadosamente en el sobre y me la entregaba, junto con unas monedas que yo gastaba inmediatamente en la Fuente de Soda de la esquina. Cuando entregaba el mensaje a mi tío, siempre en su oficina, lo sentía algo confundido, mientras me explicaba vagamente la necesidad de reserva en lo que él llamaba “negocios particulares”.

Pero yo no quería saber detalles de lo que seguramente era su trabajo, según creía. Era feliz, con más dinero de lo que un muchacho de doce años necesitaba.

Al fin, llego a la puerta y abro rápido, pues el timbre vuelve a insistir, con su inquietante porfía sonora. Cuando veo la cara rubicunda y regordeta de mi sobrino mayor, que me trae la carta, me acuerdo de mi tío, viviendo solo su vejez, amargamente solo, y me doy cuenta de que el hombre nunca aprovecha de la experiencia y de los errores de otros.

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