domingo, 21 de octubre de 2007

Cuento: "OLVIDO"


Robert Ramírez
Pedagogía en Historia, Campus Zapallar-Curicó.


Afirmado en su bastón, valiéndose de éste para apurar el tranco, llegó a la vereda tras cruzar el largo pasillo del patio anterior que separaba la casa de la calle. Su dirección: calle Lautaro nº 90. Con agilidad inquietante, una vez libre, comenzó su andar hacia la próxima calle, Alberto Urenda, la cual cubre un costado de la laguna Esmeralda y da fin a la calle Lautaro. Una vez que llegó a la esquina, su rostro, su mirada quedó instintivamente clavada en dirección al sur desde donde venían extraños y fuertes ruidos de maquinarias. Nuevamente inició su andar, llevaba en su mente sospechas y dudas, el temor de lo que podría estar ocurriendo. De ahí su apuro, de ahí que no le importaba el riesgo a caer, teniendo en cuenta que sus años no le permitían tan intrépida acción. La calle Urenda va en ascenso bien marcado hasta la calle 21 de Mayo, intersección que va por la parte alta de la laguna y paralela al tendido de la línea férrea. Con su corazón agitado y afirmándose en el bastón, así como en las paredes de las antiguas casas del barrio, logró llegar a escasos metros de la próxima esquina. La situación que se le presentó lo desquició y atormentó más aún: maquinaria pesada en plena demolición de un edificio, cargadores frontales y camiones recibiendo escombros, el perímetro cercado por obreros y la policía motorizada… le cortarían el paso, sería inútil insistir en pasar o acercarse más. Su rostro temblaba, cada golpe que sentía despedazaba su ser, sus esperanzas; pero no por ello dejó de prestar atención. Este octogenario anciano no se resignaba, su pecho se apretaba, le comenzaba a faltar el aliento como si llegase a una altura insoportable: no era posible tanta crueldad, tanto olvido.

Santiago Rosales, tal era su nombre, reponiendo fuerzas, ceñidas sus manos en su bastón –fiel compañero de sus ahora pocas andanzas–, cruzó la acera para llegar a la ribera de la laguna. Sus ojos brillaban, pues de ellos no tardarían en escapar algunas lágrimas. Pese a ello no perdía la calma que lo caracterizaba, aunque el molesto polvo le llegaba a ser irritante. Él sólo deseaba observar, ser testigo de la realización de tan descabellada idea… ¿quién lo habría decidido? Fue su pregunta, casi subconsciente.

Mientras los fuertes golpes continuaban masacrando sin piedad las paredes de aquel edificio, que otrora cobijara a tantas gentes, siendo punto de partida como de llegada de los habitantes de las ciudades y de los campos de la provincia, el cerco policial no permitía el paso de persona alguna al lugar de demolición. Aún así, haciendo mayores esfuerzos debido a la cortedad de su vista, asistida de anteojos para distancia, seguía los detalles de las acciones de estos aparatos monstruosos que daban fin a los recuerdos, a las vivencias de tantos años, las suyas propias, ya que su vida trascendió allí, junto al ferrocarril, en las estaciones, junto a las maquinas, y junto a los pasajeros en los coches.

No es nada nuevo decir que la memoria de los seres humanos es como el éter, volátil y capaz de viajar a épocas distintas, como le empezó a suceder a Santiago: los recuerdos llegaron a él, pasajes tanto de sus años juveniles como de su infancia. La brisa suave de aquella mañana más los rayos de un sol primaveral revolvían y daban brillo a sus canos cabellos, siendo inspiradora del retorno a tiempos de antaño.

Finalizaba el año de 1923 y, con ocho años de edad recién cumplidos, su padre lo llevó con él, lo alejó de su madre y de la escuelita básica donde aprendió sus escasas primeras letras, lo justo para evitar algún engaño. El hombre mayor –su padre– fue maquinista y Santiago heredó su oficio como tradición de familia. Las pretensiones de este hombre eran que el niño Santiago poco a poco conociera las labores de un maquinista y asegurara así su futuro. Para ello lo mantuvo siempre cerca y así un día comenzó como ayudante de fogonero. El pequeño, nacido en el pueblo de Santa Bárbara en 1915, tuvo su primera impresión de los trenes cuando se inauguró el servicio hasta esa localidad precordillerana en 1921. La alegría de las gentes y el movimiento del pueblo lo motivaron para seguir al hombre mayor y entusiasmado aceptó el trabajo de ayudante de fogonero, a pesar de no ser lo más apropiado para un niño de tan corta edad. No hubo vacilación al respecto y, con la ventaja de ser crecido, asimiló pronto la dura faena.

La estación del ramal Los Ángeles era un edificio de un piso construido todo en ladrillos esmerilados. Su dirección: avenida 21 de Mayo sin número, frente a la Laguna Esmeralda. El ramal contaba con buffet de primera y segunda clase y la estación incluía boleterías, salas de espera, kioscos y confiterías; sus puertas de acceso todas con vidrieras, amplios ventanales, estacionamientos donde se aparcaban desde cabritas y carretelas hasta “autos de arriendo” –término que le daban las personas a los taxis en sus primeros tiempos. Su andén principal era todo techado, con piso de baldosas. Este inmueble contaba con bodegas de equipajes y encomiendas, custodias y oficinas. Santiago, buscando nuevas instancias para aprender y aprovechando las oportunidades que se le presentaban, compraba revistas de historietas y cuadernos para dibujar en los almacenes y kioscos del lugar, reemplazando así en parte su educación, cosa que se le había negado. Tampoco perdía las ocasiones de compartir algunos juegos con otros niños que mataban las horas vagando por los alrededores del recinto.

El viento del sur comenzó a soplar más fuerte, volviendo fría la mañana unas pequeñas e intermitentes ráfagas. La polvareda lo obligó a tomar mayor distancia. Entonces, para cambiar de sitio, subió peldaño tras peldaño las gradas que hacían de cabecera de la laguna en la parte alta. Sofocado aún, se afirmó de un grueso pilar para protegerse y continuar como testigo de aquella infame despedida. Todo aquello era irreversible, tal como lo es el paso del tiempo.

Mas su vida de niño obrero fue tomando otras bifurcaciones con la llegada de la juventud, inserto en los movimientos de los “fierros rodantes” –como les llamaba cariñosamente a los trenes, término que aprendió del jefe de estación de aquellos años. Cada viaje a Santa Bárbara lo aprovechaba para correr a saludar a su madre y también a una pequeña hermanita nacida en tiempos recientes. Santiago, habituado a esos viajes, siempre mantuvo la inquietud por diversificar su conocimiento de las labores ferroviarias. Gracias a sus ahorros pronto vistió una tenida negra como la de los conductores, para así buscar la ocasión de trabajar como ayudante de estos hombres. Santiago había comenzado como un paisanito que cooperaba en cualquier punto de trabajo, llegando a ser reemplazante en la labor de ayudar como fogonero. Tras un tiempo, el hombre mayor comprendió que su hijo estaba para otras cosas y que debía intervenir en su favor. Por ello lo encargó a don Abel Morales, jefe de estación de Santa Fe, lugar donde nacía el ramal. De esta forma Santiago dio el primer paso significativamente favorable en su vida: en la estación de Santa Fe fue encargado de guardarropías y custodia, y luego que se ganó la confianza de don Abel pasó a las boleterías, manteniéndose en ese puesto por más de dos años, hasta el día en que debió partir a cumplir con el servicio militar.

Mientras los rayados muros con extraños grafittis iban cayendo, él también comenzaba a doblar sus rodillas con clara intención de sentarse en un banco de hormigón a la orilla de las gradas. Su alma estaba herida y sus anteojos empañados por el sudor de su frente y por las lágrimas que se escapaban por sus pómulos rugosos. Con mano temblorosa, con un blanco pañuelo las secaba y, nervioso, por instantes hacía rebotar con golpes cortos su bastón en el cemento. Luego recobraba la serenidad y entonces tiernamente miraba las aguas de la laguna… resignado, fue invadido por el brillo del reflejo de los rayos solares en ellas, y Blanca, su gran amor, se hizo presente en las aguas… su imagen estaba ahí.

Durante el tiempo de estadía en Santa Fe generalmente descansaba los días domingo, días en los cuales viajaba a Santa Bárbara a visitar a su madre y hermana, o bien paseaba en los botes que existían en la laguna. La experiencia más entrañable de su corta existencia comenzó allí. Una tarde de inicios de primavera, paseaba por los senderos que rodean la laguna. Aún los días no presentaban tan altas temperaturas, por lo cual desistió de pasear en bote y salió a caminar; el verdor hacía gala por todos lados. Sucedió entonces que en cierto momento se cruzaron ante él tres señoritas que disfrutaban de la tarde dominical. Distraídas conversaban y reían entre sí y Santiago no pudo evitar mirar a una de ellas indiscretamente. Y tuvo respuesta. Él se quitó ágilmente el sombrero en ademán de saludo y pleitesía; ella sonrió; él sintió dar pasos en el aire, pero prosiguió su ruta. De pronto, inconciente y con reflejos juveniles, cortó una rosa de los jardines que bordean los senderos y volvió raudo para instalarse ante ella. La flor quizás estuvo tan nerviosa como lo estarían ellos. Pero sin mediar más nada llegó a las manos de ella.

-Mi nombre es... Santiago Rosales… un pequeño recuerdo para usted.

Esas palabras nunca las pudo olvidar, quedaron plasmadas en su sentimiento de hombre formado por la vida. Ella hacía honor a su nombre, Blanca. Al sentir el roce de su mano en el saludo de este joven se inclinó cortésmente. Desde aquella tarde nunca la olvidó y un sino estaba marcado para ellos. Esa joven de escasos 17 años en un tiempo no muy lejano se convertiría en su esposa.

La mañana continuaba avanzando, a la distancia se divisaban algunas personas transitar no dando importancia a lo que sucedía. Además ese era ya para estos tiempos un barrio muy silencioso, la algarabía de antaño había quedado en el pasado. Lentamente los párpados de Santiago se cerraban somnolientos. Mientras, las maquinas seguían en lo suyo, luchando por derribar las ruinas que se resistían a caer. Los camiones hacían su parte, llegaban vacíos, mas pronto salían cargados con la historia de la vida de muchos. Si alguien hubiera notado la presencia de ese anciano sentado en lo alto de las gradas junto a los bustos de Prat y sus marinos, jamás hubiera pensado que él fue parte del ferrocarril y más aún, que él fue el último jefe de estación a fines de los años ochenta, terminando sus días de empleado con la esperanza de la reanudación de los servicios del ferrocarril para así traer al presente la vida que estaba perdida.

Con Blanca Vergara para el ocaso del verano ya mantenían una amistad y conversaban con harta complicidad de la belleza de los jardines y céspedes que rodeaban la laguna. Se comenzaban a intercambiar promesas, un sentimiento de amor nacía entre ellos. Mientras iban contándose sus historias y dejando de lado el temor que sentían, las barreras de la timidez iban quedando atrás.

Su mirada se paseaba por la laguna, las viejas casas y el trato despiadado que estaban recibiendo los pocos muros que quedaban aún en pie. Sin quererlo, un gesto de ahogada risa salió de él. Le hubiese gustado tener a alguien en ese minuto para contarle como llegó a comprometerse y casarse con Blanca.

Una de esas tardes dominicales fueron sorprendidos por los padres de ella y una de sus hermanas, mientras conversaban alegremente en medio de aquel lugar, que a esas horas estaba invadido de gente paseando y descansando. De manera imprevista Santiago tuvo ante él a las personas antes mencionadas. Sorprendidos y sorprendido él, nadie movió los labios en pos de palabra alguna. Sin querer, todos sintieron miedo de enfrentarse, no había duda, pues el rostro de Adelaida, la hermana de Blanca, era inconfundible y ambas se reconocieron al instante. Finalmente nadie pudo huir de tal situación. De pie y con sombrero en mano Santiago se presentó. Ya la dura mirada de Don Emilio Vergara lo obligó a sacar palabras explícitas y convencedoras del significado de aquello entre él y su hija. Las mujeres sólo atinaron a guardar silencio, observando cada detalle. Jamás pensó que tendría que dar tan serias explicaciones, y las daba, sin dejar de hacer movimientos giratorios con el sombrero en una mano, y con la otra secando su frente y sus sienes con un pañuelo, pues miles de gotitas burlescas jugaban en su rostro. Cómo olvidar que fue toda una odisea aquel encuentro, pero hubo compensación para el real amor de estos jóvenes: el logro de un permiso para visitar a la joven Blanca en su hogar. Así, el padre de ella lo interrogaría cada vez que la ocasión lo permitiera. Fue mucha la emoción para ellos, días de ilusión. Santiago por esos días reía y compartía su alegría con algunos buenos amigos. Las tardes en la laguna se convertían en gratas y minúsculas horas… creyó en la felicidad y la vivió.

En 1935 Santiago fue llamado a cumplir con sus obligaciones militares. Ya tenía veinte años, pero no se olvidaron de él. Sufrió un castigo de dos años por no informar a la oficialidad de reclutamiento su situación de retraso. En compensación de ello el regimiento de Los Ángeles fue su cuartel, con la ventaja de poder ser visitado o visitar a su amor y a sus padres y hermana. Algunos hechos desconocidos de insidia por parte de unas malas almas pusieron en riesgo la relación de Santiago con Blanca; se sembró la duda acerca de él, y, en una decisión desafortunada, él se excusó con trámites inexistentes, manteniéndose alejado por casi dos meses. Por los rincones lloró su amargura, mas en las lágrimas no estaba la solución. Para entonces ya le restaba poco tiempo para salir licenciado y debía decidir el futuro de ambos. Una mañana, estando de franco y muy elegante, con flores en las manos y las cartas recibidas de ella en una cartera del vestón, se presentó en el hogar de Blanca y ante sus padres, claro y preciso, con palabras entrecortadas por instantes pero seguro de sus sentimientos, la pidió en matrimonio. Para evitar que las piernas se le doblaran siguió hablando, no omitió detalles de sus planes, ni siquiera una posible fecha para la ceremonia. Las cosas transcurrieron rápido: conversaciones, el interrogatorio del padre, y el sello del compromiso se aprobó justamente como se celebró.

Al volver a la vida civil, con sus planes trazados, pretendió dedicarse a la actividad comercial. Invirtió, perdió, invirtió, perdió y se retiró, por cuanto antes de tres meses ya estaba en conversaciones con el jefe de estación de Los Ángeles y, como era de esperar, fue reintegrado a las labores ferroviarias. Se colocó como segundo conductor en el tren local. Ya convertido en todo un hombre, se dedicó con abnegación a su trabajo. Diariamente supervisaba todo antes de la salida de un convoy. Además asistía al jefe de estación, y en su tiempo libre se dedicó a recuperar estudios en una escuela de la ciudad. Acumuló muchas vivencias en los recorridos diarios, vio gentes viajando por muchos motivos, alegres, vividores, nostálgicos, desesperados, pillos eludiendo hasta la revisión de los boletos, adinerados comprando los placeres de la vida, pobres preguntándose por qué...

Así fue que debió esperar casi un año para convertirse en un hombre felizmente casado. Fue el 15 de enero de 1938 cuando selló su real compromiso de amor con Blanca Vergara, en la Iglesia de Nuestra señora de Fátima, ubicada en la avenida Camilo Henríquez a dos cuadras de la estación. La ceremonia fue hermosa, y antes de la fiesta paseó junto a su esposa en una cabrita adornada para la ocasión, tirada por un elegante caballo blanco. A la mañana siguiente fueron acompañados hasta Santa Fe por los padres de ambos y una veintena de familiares y amigos para darles una despedida, pues su luna de miel sería en un inolvidable viaje hasta Puerto Montt… simplemente los más bellos momentos junto a su amada Blanca.

Rememorando esto, con la mirada fija en los escombros de la estación, Santiago lloró silencioso. Los hombres iban logrando borrar sus huellas y ya no tenía fuerzas para pensar en un futuro.

Convertido su gran anhelo en realidad, viviendo para su trabajo y su familia, recibió con alegría los nuevos días. Una mañana recibió a su primer retoño; lo llamaron Gideón. Santiago lo sostuvo en sus brazos y, poco a poco, conoció su risa, su llanto, su vida. A los seis años de matrimonio nació su segundo hijo, al que llamaron Cristóbal. Pero la vida de altos y bajos de Santiago le traería una nueva sorpresa que terminaría para siempre la unión familiar de sus padres: la señora Mariana, su madre, enfermó aquejada de serias complicaciones pulmonares que la dejaron desesperanzada. Todo sucedió rápido, la trasladaron a Los Ángeles, pero no lograron devolverle la vitalidad, por lo que falleció transcurrido un año. Las alegrías quedaron suspendidas, hubo desazón, y el mayor dolor sería para la pequeña Sarita, hermana menor de Santiago, de tan sólo doce años.

Don José Rosales, el hombre mayor, pidió a su hijo Santiago que junto con su esposa Blanca cuidaran de la niña, petición que fue aceptada por el matrimonio. Don José se dedicaría en adelante de lleno a sus viajes. En ocasiones el tren local llegaba hasta San Rosendo, haciendo parada en las estaciones de Millantú, Diuquín y Laja. Don José quería vencer sus propios temores, pero ya no deseaba llegar con el tren a Santa Bárbara, sentía los fantasmas de su mujer hacerse presentes. Pero, fiel a la Empresa, cumplía con su rutina.

Las falencias administrativas, la poca constancia de los itinerarios, la mala distribución de los sistemas mixtos de carga y pasajeros, entre otros factores, se convertirían a la larga en los puntos vulnerables de la Empresa, disminuyendo la viabilidad de algunos recorridos. Se importaron a principio de los años sesenta desde Italia automotores, buscarriles, coches de primera clase y potentes maquinas tanto eléctricas como diesel. Pero la sumatoria de factores antes descritos fue más fuerte.

Inquebrantable, más allá de esa agonía de recuerdos nostálgicos, estaba la realidad. Lo que estaba presenciando, la poca vida que le quedaba, en fin. Pero no sentía miedo de partir, pues vivió, sufrió y fue feliz. Pronto, quizás, se reencontraría con sus padres y con Blanquita, su amada esposa que no le dijo adiós una tarde de otoño.

Cansado de estar sentado allí, nuevamente acudió a su bastón y con un esfuerzo extra se puso de pie. Sus pies le dolían, también su cintura. Pero tozudo como era, este hombre mayor se dispuso a caminar. En esos minutos la sirena de bomberos sonaba intensamente anunciando el medio día. A pasos lentos llegó a la calle Urenda, dispuesto a volver a su hogar. Levantaba la mirada en dirección a las ruinas, no era el mismo paisaje de la mañana anterior, costaba recordar, todo había cambiado. Se alejaba sin prisa esta vez, con profundos suspiros de niño triste. Poco antes de llegar a la calle Lautaro la voz de un altoparlante hizo que volviera la mirada: en la línea número uno se anunciaba la próxima salida del tren local a Santa Fe. La estación, como antes, era visitada por gentes que con pañuelos y vítores de sombrero le saludaban, alegres, sin olvido.

No hay comentarios: